De cómo el oficio más viejo de este mundo sigue denostado por la doble moral. Algunos de los que las miran con desprecio y repugnancia, acuden ocasionalmente a sus brazos a buscar el cariño que su mujer o la soledad no les complace.
Con un puñado de billetes sudados en el bolsillo del pantalón y cargados de complejos, merodean Montera con disimulo. Con un ojo oteando la oferta y con el otro, discreto, cerciorándose que ningún conocido, chivato en potencia, asista a la escena.
Esos mismos son señores cuando pasean por el centro de Madrid con su señora del brazo y sus hijos bienolientes. Buscando regalo de reyes, cruzan por casualidad la calle de las galgas, pasan de largo y comentan con desdén la vergüenza de sus harapos, que hace feo con la decoración navideña con que este año nos deleita Gallardón.
Bajo la mercería de mercadillo, el maquillaje de brocha gorda y las formas voluptuosas de postín, hay historias de personas.
Encontramos en el cine, la música y la literatura retazos que las dibujan. Ellas que conocen en primera persona las miserias y los bajos fondos, reflejan, en papel de reparto, historias humanas, demasiado humanas.
Es La Lunares, la mozuela pingona que se insinúa a Max Estrella en Luces de Bohemia. Su madrina de oficio es una vieja desdentada, pintada como una careta. La joven cuenta sólo 15 años, que han conocido más inviernos que primaveras. Oferta un rato de cariño a quien se deja caer por el parque. Pero sabe hasta donde se vende: por mucho dinero que pagen, acostar no se acuesta, eso lo guarda para el guachó que la camele. Vende su cuerpo, pero no su alma.
“Pensé que eras un ángel”. Es lo que le dice al despertar un moribundo y delirante Clint Eastwood a Delilah, la prostituta mutilada en Sin Perdón. En la siguiente escena aparecen ambos en el exterior de la cabaña, un manto de nieve cubre el silencio del desierto en una postal dantesca. Ningún cliente del Salón pretende ya a la señorita marcada. Con disimulada intención le ofrece un adelanto al vaquero, un servicio gratis, igual que los han cobrado ya sus dos socios con otras compañeras. Eastwood declina, no por estar marcada, sino por fidelidad a su esposa. Semejante rareza conmueve a Delilah, poco acostumbrada a tratar con clientes de valores rectos. En su rostro blanco, pálido y cortado, se lee que ningún hombre la ha querido nunca. Se siente patética, infeliz.
El patrón observa desde una rendija el interior de la celda y se mofa de la tibieza de Espartaco con la visita de una esclava de compañía, el descanso del guerrero. El gladiador enfurece como una bestia y se lanza violentamente hacia la rendija, pero el patrón y sus risotadas están a salvo. Los gritos de Kirk Douglas repiten: ¡no soy un animal! ¡no soy un animal!
Cuando al fin se calma, de entre la oscuridad de la celda surge la muchacha, Varinia, que con voz delicada le contesta: “yo tampoco soy un animal”.
Hay un lujo de pecado que ni clientes deben, ni prostitutas pueden permitirse: el amor. Ese fue exactamente el “error” que Sting cometió con Roxanne, a quien suplica entre acordes de rock que no venda su cuerpo a la noche, que no encienda de nuevo la luz roja.
Habitan los salones del viejo Oeste, la calle Montera o cualquier barrio rojo. Ellas que viven marginadas en el lado oscuro de la doble moral, encuentran en recodos del cine, música y literatura un espejo donde mirarse con respeto y sin vergüenza, donde mostrar su lado humano. Un poco de dignidad al fin y al cabo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario