Nunca había asistido a una corrida de toros y es probable que nunca vuelva a asistir. Aquella mañana recibí una llamada de un amigo invitándome a Las Ventas. Me apliqué la máxima de: "no critiques algo que ni si quiera has probado"...
15 de mayo, San Isidro Labrador. Llegábamos un poco tarde, como mandan los canones en tan castizo evento. Caminábamos deprisa, eran las siete menos cuarto y escuchábamos bullicio de fondo.
Para zambullirme en el contexto lo primero era vestir acorde. El día del patrón de Madrid el público iría con sus mejores trapos. Mi adaptación consistió en unos pantalones chinos y un polo (zapatos ya hubiese sido demasiado). En el horizonte, un braguetazo con una chulapa del Madrí bien. Los complementos (gorra y gafas de sol) eran básicamente prácticos: Lorenzo calienta y deslumbra con rigor en el tendido siete.
Una gran multitud se amontonaba en las puertas y alrededores. Gente importante y gente dándose importancia; finos catadores de tauromaquia entre casposos, e incluso algún carterista. No faltaban puestos de pipas y refrescos, bastante señorito engominado, y hasta un autobús del PP haciendo campaña.
Cuando vas a entrar a la plaza, las paredes tienen ganas de contarte historias. Algunas estatuas y placas recuerdan unas pocas, el resto, las más, te las imaginas. El personal tiene aspecto de revisor de tren de película antigua. Sus modales, como los de los pastores: sólo hay una manera de manejar la avalancha humana que se agolpa para entrar en el recinto, como ganado. En medio de esa multitud estaba yo, un agnóstico de los toros. Algunas estampas clásicas: en el bar se servían copazos por doquier y en la entrada se alquilaban almohadillas (mi amigo me la recomendó, “la piedra está caliente y muy dura”).
Ya habíamos cruzado el umbral, estábamos dentro de la plaza, con la arena a nuestros pies. El recinto estaba engalanado y lleno hasta la bandera.
Craso error si alguien piensa que los asientos en Las Ventas son cómodos y holgados, dignos de un lugar al que alguna gente acude a lucir palmito. Sitúense algunos siglos atrás, imagínense una corrala de barrio atestada de público para ver la representación de una obra de Lope de Vega. En el tendido 7 no hay pasillos por los que caminar hasta tu pedazo de piedra numerado: tienes que abrirte camino a empujones. Los que llegaron antes de que comenzase la función matan la espera con un bocadillo o fumando un puro bajo un sol de justicia.
No hacía falta ser un lince para descartar la opción braguetazo. La edad media no debía bajar de 40, y el perfil económico no parecía coquetear con la jet set. En cambio, había ido a caer en el sector más duro de la plaza de toros más exigente del mundo. Un famoso tribunal que roza casi la crueldad. Un entorno muy auténtico, cañí, con solera.
La tarde se fue consumiendo, las faenas pasaban con más pena que gloria, según cantaban los entendidos.
Como los buenos campos de golf, el 7 es una grada noble. No se deja deslumbrar por el marketing ni por un apellido de alta alcurnia. Es feroz con la mediocridad y la desgana, pero sabe recompensar el arte y el riesgo. Es una verónica o un par de muletazos y la plaza despierta de la zozobra. Un chispazo que hace saltar a un público de corriente alterna. En un momento, se crea una conexión eléctrica entre la grada y el torero, un éxtasis que dura segundos (un par de minutos a lo sumo) para desvanecerse de nuevo en la mediocridad.
Los toros fueron pasando y antes de que saliese el sexto pusimos pies en polvorosa. Aunque para nosotros la corrida había terminado, el ritual de una tarde taurina aún no tocaba despedida. Los manuales puristas dicen que tras la corrida tocan cervezas y tapas en una taberna de mala muerte. Una conversación de las de arreglar “el mundo” y unas birras después, el sol se puso por fin en el horizonte de la capital, la tarde llegaba a su fin. Al entrar en casa vacié mis bolsillos y encontré un pedazo de papel sobado, la entrada de la corrida. Un papel que guardaré porque tiene una historia que contar: mi tarde en el tendido 7.
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